Solsticio de verano. La noche es oscura, estrellada. La luna aún tardará varias horas en salir, aunque un resplandor la anuncia hacia el este, por detrás de la loma de Peñalara.
No corre una gota de aire, ni brisa que sacuda hoja alguna. Silencio y quietud, sólo matizado por el murmullo de las aguas retorcidas del arroyo de Regajos Fríos, hermano de nacimiento del Peñalara, y los ocasionales arranques de unas ranas, comunes y de San Antón. Croan a lo lejos, desde los tremedales.
A media distancia un cárabo –los oídos y los ojos de un búho- lanza unos gañidos agudos. Debe ser una madre que, subida a las ramas altas de un pino, avisa a sus pollos de la presencia de un extraño.
Pronto los pollos olvidan toda cautela y empiezan a chillar, con unos gritos arrastrados, agudos, plañideros. Unos grillos estridulan sin mucha convicción; la noche está fresca. Un crujido pasa por encima, como el rastro de un moscardón, y le sigue otro. El primero, un insecto de gran tamaño que pasa zumbando, quizá un coleóptero, un ciervo volante. El segundo, más grande, un chotacabras europeo, ave de la noche que silba, ronronea y palmetea con las alas mientras cuartea su territorio, un claro del bosque confinado entre matas de pinos y robles.
Siguen los pollos hambrientos. Ahora a media distancia ulula otro cárabo, seguramente el padre. Y el ululato anuncia que, por el momento, no hay comida.
Entre la vegetación, cerca, se oyen unos chasquidos. Un animal de gran tamaño pisotea, rompe las ramas caídas. Es un corzo que lanza un ladrido bronco, abierto. Pero la voz que rompe el silencio del bosque no es una voz de alarma; el animal no huye a saltos, rompiendo la maleza, sino que empieza una serie de llamadas, distintas, como explorando varios registros, mientras camina y describe un arco. Se trata de un macho en celo, aquerenciado desde hace días a este claro de hierba y helechos, que se asoma así al celo. Con estos bramidos desafía a otros machos, intenta seducir a alguna hembra.
Los ladridos se extienden durante un largo rato, hasta que el corzo calla y se aleja, tranquilo, a recuperar fuerzas y ganas en alguna vega fresca.
La ladra de los corzos marca el comienzo del verano en la Sierra. Mientras, el cárabo no ha parado de ulular. Ni los pollos de pedir.