A media mañana en mayo, mediada la primavera, el sol calienta los roquedos de las sierras. Por estas fechas, un risco, una portilla es una comunidad vertical de vecinos. Y aunque la distribución pueda variar de un lugar a otro, el que sigue puede ser un esquema típico. Abajo, en la base, cerca del río, crían los aviones zapadores. El nombre les va bien. Sus colonias son fáciles de detectar por las galerías que excavan en los taludes rocosos donde instalan sus nidos. Su parloteo se confunde con el de los aviones comunes, que cuelgan los nidos de techos, repisas e incluso puentes y aleros de edificios. Ambas especies, zapadores y comunes, vuelan en auténticas nubes envueltas en un chisporroteo vocal del que es difícil reconocer a unos y otros. Los que sí destacan, con nitidez, son los estridentes gritos de los vencejos reales en vuelo rasante.
En un nivel superior, en su nido, al abrigo de una oquedad, silban las cigüeñas negras. Junto a ellas cantan otros habitantes del roquedo: chilla un gorión chillón y arrulla una tórtola. A pocos metros, en el “piso de arriba”, un pollo ya grande de buitre leonado en el nido suspira hambriento. Junto a él, desde una repisa, varios adultos se lanzan al vacío. En estas alturas el viento es una constante, lo que obliga a los buitres a ceñirse contra la roca, dejando a su paso un zumbido, el rastro sonoro de sus inmensas alas. Por estas alturas merodean también los roqueros solitarios y los aviones roqueros.
Todo este tiempo se ha estado escuchando un grito largo, agudo y arrastrado. Procede de un halcón peregrino, recortado contra el cielo desde su posadero, el punto más alto del risco. Otro halcón vuela con un grito regañante, rodeado por los chirridos de los bandos de vencejos comunes.