Navegamos por las tablas de la Cuadra y el Tablazo, en una barca de fondo plano, impulsada con una larga pértiga. Ante la proa, y entre el rítmico batir del oleaje, se abre una amplia lámina de aguas quietas, cercadas por espesas masas de carrizos, en la que se desarrollan los acontecimientos de una mañana de primavera. El sonido del agua quieta se manifiesta en los chapoteos de las aves acuáticas que corren ante la proa.
Varias fochas trompetean mientras las hembras de ánade azulón y pato colorado graznan y chapotean, protegiendo a sus crías. Algunas optan por salir corriendo, simulando estar heridas para atraer sobre sí el peligro y alejarlo de los jóvenes. Otras levantan el vuelo.
Una focha se aleja a la carrera sobre el agua y nos sobrevuela una gaviota reidora.
El horizonte visual, hasta ahora abierto y distante, se cierra a pocos metros. La barca roza una mata aislada de carrizo. También el horizonte sonoro se aproxima. El chirrido continuo corresponde a una buscarla unicolor; la llamada imperativa es de un ruiseñor bastardo; el matraqueo de un carricero tordal. Todos ellos pájaros de la espesura.
De nuevo en aguas libres. Navegamos entre los nidos flotantes de una colonia mixta de gaviotas reidoras y fumareles cariblancos. Las primeras lanzan unas inconfundibles risas ásperas, arrastradas. Los segundos, un chirrido seco, corto y estridente.
Un somormujo lavanco muge a lo lejos, desde las aguas abiertas.
Con los graznidos de una garza impe-rial llegamos a una colonia de cría de garcillas bueyeras, instalado en unos sauces secos sobre el agua. Cientos de aves suman sus voces. Los gritos más agudos corresponden a los pollos en sus nidos.
El viaje concluye cerca de la orilla, donde, entre carrizos y masiegas, gruñe un calamón