El año comienza en Doñana tras las lluvias invernales. En primavera, las marismas encharcadas, las lagunas llenas, los bosques de ribera verdes y los cotos tapizados de hierba, permiten una fantástica variedad de paisajes sonoros. En estas fechas tienen lugar los periodos de celo de la mayor parte de las especies. Durante las horas de luz, los gritos de las águilas imperiales se suceden con las peculiares llamadas de las malvasías o el canto de los aláudidos. En plena noche se escuchan las llamadas de los limícolas, las rapaces nocturnas o el celo ronroneante de los anfibios. Cada día se añaden al concierto nuevas voces, las de las especies estivales que vienen aquí para reproducirse: chotacabras pardos, alcaravanes, abubillas, abejarucos, ruiseñores...
El verano, pese a la aridez y aparente hostilidad de un sol tórrido, es época de gran actividad. En la marisma seca cantan las terreras y las cogujadas. Pero es, sobre todo, el tiempo de las ardeidas. Garzas reales e imperiales, garcillas bueyeras y cangrejeras, garcetas y martinetes entran en un periodo de actividad frenética y sus colonias se convierten en un auténtico pandemonium, en donde el bullicio no deja paso a la tranquilidad ni de noche ni de día.
Las primeras lluvias de otoño traen consigo las primeras hierbas en los cotos. Y con ellas el comienzo de la berrea de los ciervos. Todo el horizonte de Doñana está delimitado por algún bramido lejano que se expande a kilómetros de distancia, por las extensas llanadas sin obstáculos que se interpongan a su propagación. Un sonido éste que preludia los aguaceros de otoño, inseparable, a su vez, de las llamadas poderosas de las bandadas de gansos grises que, descendiendo de un cielo también gris, se acercan a Doñana para pasar en sus aguas recién caídas la mala estación.
Carlos de Hita