El paisaje parece una instantánea, el desmoronamiento de una montaña detenido por un instante que amenaza con desplomarse de un momento a otro. Enormes bolas de granito en equilibrio inestable, rocas de toneladas de peso sujetas por un punto de apoyo, pedreras que se precipitan ladera abajo.
Entramos en los dominios de la cabra montés. Noviembre, su época de celo.
Este laberinto pétreo es un lugar ideal para esconderse. Unos trallazos restallan detrás de una roca. Al tiempo, un silbido agudo, audible a cientos de metros, propaga la alarma. Pero en estos momentos no hay señal capaz de distraer a dos cabras, dos machos monteses, que discuten sin sutilezas para aclarar el rango dentro del rebaño. Noviembre es temporada de celo en las montañas, en el aire flotan todo tipo de sugerencias y los machos sólo saben utilizar la cabeza como ariete.
Alrededor de los dos contendientes, el hasta ahora líder y el aspirante a todo, se arremolina el rebaño: cinco o seis madres, cada una de ellas con un chivo pegado, y dos o tres machos jóvenes, con poca cornamenta y menos posibilidades. Comen, balan, mantienen una cierta tensión con unos estornudos discretos.
La fuerza bruta no está reñida con la ternura. Una cosa es quitarse de encima a los aspirantes y otra cortejar a las hembras. Inmóvil, con el cuerpo estirado y la cabeza agachada, el macho gimotea, parece que implora un trato de favor. Con un gañido que tanto puede parecer de súplica como de protesta.
Arriba, en las cumbres de la Cuerda Larga, se engancha el mal tiempo. De allí vienen los bandos de verderones serranos, los zorzales charlos en paso. Hasta los cuervos bajan de las peñas. Los silbidos de alarma marcan el límite de la tolerancia. Por lo demás, entre embestidas y con amenaza de ventisca, no hay nada nuevo en la rutina diaria de las cabras montesas.