Del urogallo a la becada. Haremos un recorrido desde la hora del alba, con los cielos aún negros y las formas de los árboles confundiéndose con el fondo oscuro del bosque, hasta bien entrada la noche. 0, dicho de otra forma, desde la hora del urogallo hasta la de la becada. Pasando por el despertar de toda la comunidad de aves forestales, el calor del mediodía y el crepúsculo.
Todo transcurre en el valle del Escrita, aguas abajo del Estany de Sant Maurici y a la sombra de Els Encantats.
Comienza la jornada en el bosque, en un cantadero de urogallos. Falta poco para que amanezca y el cielo enrojece hacia el este. Una codorniz silba desde el fondo del valle, mientras el ladrido bronco de un corzo, que huye ladera abajo, da paso a las llamadas de varios de estos gallos de bosque encaramados en las ramas de los abetos. Y por debajo de el los, los gemidos de una pareja de hembras que merodean por el cantadero.
Despunta el día. Lo anuncia el canto espontaneo de un carriza. Petirrojos y zorzales, los mas madrugadores entre los diurnos, se unen al concierto.
El sol aún no aparece sobre las cumbres de las montañas, pero el día esta ya bien entrado cuando los gallos de monte suspenden sus llamadas. El vuelo pesado de dos de ellos da paso a la canción del cuco.
Canta un pinzón vulgar. Precede al silbido melancólico del camachuelo común, que acompaña a los tableteos de varios picos picapinos: con sus sonidos distintivos, cada uno de ellos delimita un territorio.
Una curruca capirotada se anticipa al cloqueo de una ardilla que recorre el tronco de un pino.
El día avanza y el sol caldea las laderas boscosas. Es mediodía cuando de nuevo escuchamos la canción poderosa de un carriza, a dúo con los siseos rítmicos, mucho más agudo, de los reyezuelos listado y sencillo.
Relincha un picapinos. Cae la tarde y cae también la actividad en el bosque. La voz del zorzal común predomina sobre el silencio ambiental.
Desde la profundidad del bosque llega el grito de vuelo de un pito negro que recorre su territorio.
Unos claros tapizados de hierba se abren en el arbolado, sobre una loma. Allí, la entrada de los grillos y la llamada del cuco despiden al día. Es la hora violeta del crepúsculo. El momento en que las formas se difuminan pero los sonidos ganan en intensidad, se hacen más brillantes. Los graznidos ásperos de cornejas y arrendajos trepan valle arriba. Más cerca, sobre las ramas de un abeto, canta un mosquitero papialbo.
El ronroneo del chotacabras gris y la llamada funebre de los cárabas dan paso a la oscuridad. Un corzo, quizá el mismo de esta mañana, vuelve a ladrar ladera abajo. La serenidad se expande por la noche, la atmósfera está quieta: es la hora de la becada, que, con sus silbidos emitidos en vuelo circular, recorre su territorio.