La portilla del Tiétar es la entrada oriental a Monfragüe. Las portillas son, quizá, el elemento paisajístico más característico de estos contornos. Enormes riscos, escotaduras de roca por las que fluyen los ríos y en los que se concentra la mayor diversidad faunística de estas sierras.
El Tiétar, como el Tajo, lleva muchos años embalsado, y eso, dejando aparte otras consideraciones, propicia unas condiciones acústicas excelentes para la escucha crepuscular y nocturna. El agua quieta es como un espejo para el sonido, y la roca vertical cierra el espacio, por lo que a la hora tranquila del crepúsculo las voces de los animales llegan con gran nitidez. El escenario, como un gran auditorio natural, colorea y amplifica las voces de sus habitantes.
Ha pasado un mes desde el final de la berrea. A mediados de noviembre sigue lloviendo. Cae la tarde. Desde el observatorio instalado junto a la carretera es fácil escuchar los graznidos y aleteos de algunos de los cientos de buitres leonados que se disponen a pasar la noche; la roca está llena de repisas y oquedades, pero eso no parece convencer a algunos, que se empeñan en romper la paz del momento disputando por un puesto determinado.
Más cerca, entre la espesura, martillean los mirlos y crepitan los petirrojos. Y en lontananza, en las orillas fangosas del río, cientos de grullas montan una algarabía al entrar al dormidero.
Deja de llover, y los murciélagos salen de vuelo de caza. Emiten unos pulsos agudos que pespuntean la atmósfera sonora y que percibimos como alfilerazos en el oído. Estos tonos son sólo la parte audible de sus llamadas ultrasónicas. El resto de su voz, las señales de ecolocación, están más allá de nuestra capacidad de escucha. Para nosotros, acústicamente hablando, el universo de los murciélagos transcurre en un perpetuo crepúsculo.
Ladra un zorro, y la pared de piedra devuelve el eco. En esta escenografía fantasmagórica sólo falta la voz, el mugido del búho real. Y también su eco. En fechas tan poco propicias, tan lejos de la buena estación, los búhos entran en celo, y la atmósfera de la noche propaga, a kilómetros de distancia, sus llamadas profundas. Un macho anuncia así los límites de sus dominios. En la portilla sólo hay sitio para una pareja, pero al principio de la época de cría otros machos desarraigados deambulan por las sierras. Al encontrarse unos y otros establecen intensos y lúgubres diálogos.