Y tras el barullo de los buitres, otra confusión, esta más amable. Amanece bajo un cielo luminoso en una dehesa a finales de marzo. Amanece la primavera. Y aunque el refrán diga que una golondrina no hace verano, su parloteo, el trisar, anuncia que la llegada de la buena estación ya es imparable.
El concierto natural no es muy variado. A pesar de las golondrinas, todavía faltan por llegar la mayoría de los cantantes estivales: cucos, ruiseñores y demás virtuosos. Pero con las voces de las especies sedentarias hay suficiente para tejer una maraña sonora. Además, a primera hora de la mañana el aire suena a limpio, y los sonidos tienen un tono cristalino, de contornos bien definidos. La prueba es el ataque, la cascada descendente de notas metálicas de los pinzones vulgares; o los silbidos bien modulados de unos estorninos negros. Desde las copas de las encinas cantan y reclaman los verdecillos, un parloteo que alguna vez se ha comparado con el ruido que produce la sacudida de un manojo de llaves. Se oye también la canción siempre rítmica y musical de los carboneros, los más comunes de nuestros pájaros.
Lejos, al fondo de la dehesa, un pico picapinos hace resonar el tronco pelado de un alcornoque, desprovisto de su corteza de corcho.
Los bandos de rabilargos deambulan bajo las copas, y rompen con sus voces destempladas la armonía del momento. A este barullo se incorporan las palomas torcaces, con su zureo como de madera. Y, desde las marañas del suelo, entran en escena un chochín y una curruca mosquitera, dos aves que, además de ligeras y escondedizas, tienen en común una voz retorcida y enmarañada. En poco tiempo, la atmósfera limpia y cristalina de la mañana se convierte en un barullo, una mescolanza de sonidos ligados entre sí por el zumbido creciente de los insectos. La primavera no ha hecho más que empezar pero la dehesa suena ya casi a verano. Tantos sonidos se anudan entre sí hasta que, al fin, una abubilla introduce un poco de orden con su voz repetitiva, acompasada y ordenada.