Los sonidos del Parque Nacional de Monfragüe
5. La partida de la muerte. Una carroñada
Cerca, a vuelo de buitre, en un claro abierto en el monte, comienzan los preparativos del drama de la vida en Monfragüe. Unas urracas revolotean sobre el cadáver de una cierva. Un cuervo también lo ha visto... y dos buitres negros, que empiezan la paciente tarea de abrir huecos a picotazos en el duro cuero.
En unos minutos, más de cien grandes buitres, leonados y negros, procedentes de todos los rincones de Monfragüe, se avalanzan contra la carroña. Y da comienzo el festín. Si la noche anterior ya demostraban su mal carácter por una simple repisa, la furia se desata cuando de cosas más importante se trata. Todo el horizonte, el visual y el sonoro, está ocupado por una masa de aves furiosas que gruñen, mugen, gimen, cacarean y picotean. Se podría pensar que, en versión libre, los buitres reproducen las voces que en vida emitieron quienes al final les sirven de alimento. Los buitres negros, además, lanzan unos histéricos chillidos por simples caprichos; sobra la comida, pero las principales peleas se entablan por simples piltrafas.
Por debajo de todo el griterío estremece el golpeteo sordo de los picos que rompen y desgarran los tejidos. A medida que el cadáver de la cierva se va vaciando, el golpeteo sordo de los picos sobre el cuero es sustituido por un macabro claqueteo al entrechocar los huesos descarnados.
Con tanto comensal, el banquete no puede durar. Dos horas después la mayoría de las aves sestean por los alrededores, con las cabezas desplumadas empapadas en sangre y las alas extendidas para que los rayos del sol ejerzan su labor desinfectante. Sólo algunos ejemplares continúan sacando de donde no hay. De repente un buitre emprende pesadamente el vuelo, y el centenar de aves, dos centenares de alas satisfechas, sacuden la atmósfera de la mañana. Es el momento para que, prudentemente, las urracas vuelvan a por los restos dejados por los grandes carroñeros.
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