Tormentas lejanas, aguaceros, corrientes de agua, murmullos desde la profundidad de los va lles, ecos, silencios. La escenografía de las montañas está ambientada por una gran variedad de fondos sonoros, las atmósferas propias de cada uno de los tipos de paisaje que las forman. Pero el paisaje sonoro es mucho más que eso. Consecuencia del comportamiento de los animales que lo pueblan, de sus necesidades de comunicación, cada lugar, cada hora del día y cada estación del año suena con su propia instrumentación. En la primavera de los Picos de Europa, el concierto natural de los bosques de hayas está formado por los cantos de los zorzales, los mirlos y demás aves forestales, pero también por el sonido más característico de toda la cordillera cantábrica, la esquilada del ganado que sube al monte. La noche, en cambio, es muy distinta. En los lugares más remotos, siempre a muchas horas de marcha del núcleo habitado más cercano, se puede escuchar la llamada misteriosa, difícil de describir, del urogallo, símbolo como pocos de la naturaleza virgen. Mientras, en las praderías alpinas se extiende un dosel sonoro formado por los cantos de las alondras en el cielo.
Aquí y allá, a lo largo de todo el año, los paredones rocosos devuelven el eco de los gritos ásperos de las chovas, ya sea desde lo más alto de las cumbres, o por lo más hondo de un profundo desfiladero, encajado entre paredones rocosos.
La llegada del otoño, y el paso posterior al invierno, conlleva un notable empobrecimiento del concierto natural. Las llamadas de los animales, reducidas a algunos reclamos simples y monótonos, dejan lugar a los murmullos producidos por las aguas y el viento. Un buen marco sobre el que destacan, a veces, los bramidos de los ciervos en celo y el estremecedor aullido del lobo.
Carlos de Hita