En invierno, las aguas de la sierra manantial vienen en silencio, en forma de copos de nieve. Pero cuando se acumulan sobre las copas de los pinos pueden llegar a caer con estrépito.
Es todo un desafío ilustrar el sonido de paisaje nevado. Los copos caen en silencio, los animales paralizan su actividad; la capa de nieve, además, absorbe las frecuencias más agudas y la atmósfera suena, si lo hace, sorda, apagada y sin brillo.
Pero siempre hay algo capaz de interrumpir la monotonía más espesa. Tras una copiosa nevada las copas de los pinos ya no soportan las grandes masas de nieve, tan pesadas que amenazan la estructura de las ramas. A poco que el aire temple, o que un viento serrano sople entre el arbolado, grandes masas de nieve se precipitan contra el suelo con estrépito. Decenas, cientos de kilos de nieve apelmazada caen y los impactos producen un retumbo sordo. Una profunda percusión utiliza el suelo del bosque como caja de resonancia. El silencio blanco, a veces, es un estruendo.
Por estas fechas la mayoría de los que se mueven no están muy dispuestos a decir nada. Las aves forestales callan; bastante hacen con aguantar el frío y buscar la poca comida disponible bajo el manto blanco. Sin embargo, algunos ejemplares aislados, algunas bandadas, van dejando un rastro sonoro en su merodeo en busca de alimento. En los bosques sólo se escuchan sonidos muy simples, reclamos sencillos: el martilleo agudo de los mirlos, tan lejano acústicamente hablando, de su canción; el crepitar de los petirrojos y chochines, o las voces apelotonadas de las bandadas de mitos, siempre de paso entre las copas.
Muy arriba un águila imperial ladra y traza así, desde el aire, los límites de su territorio en el suelo.
Pero todo esto no son más que episodios fugaces. El cielo se hace plomizo, parece que la atmósfera templa y vuelve la nevada. Cae de nuevo el silencio blanco.