Finales de abril en la isla de los Asnos. Cae la tarde. El cielo, oscuro a levante, rojizo a poniente, enmarca la escena. Como siempre ocurre a la puesta del sol, el viento sacude la masa de carrizos que envuelve las Tablas de Daimiel. Aquí, en este mundo cerrado y con el horizonte visual limitado a unos pocos metros, la voz es la única forma de hacerse notar. Eso es lo que hace un carricero común.
En el crepúsculo parece que, junto con la bruma, el agua exhalara el sonido de miles de anfibios. Emerge el ronroneo de las ranitas meridionales.
Grazna una pata colorada y relincha un zampullín chico. Más cerca, otro zampullín emite un sonido nasal y metálico.
Es también el mundo y la hora de los insectos. Una nube de mosquitos zumba alrededor. Escuchamos el sonido que da de comer a una buena parte de los habitantes del carrizal.
Concluye el crepúsculo y crece la oscuridad. La actividad se acelera y paraliza por momentos, según el ritmo imprevisible de la naturaleza. En medio de la quietud comienza la compleja secuencia de canto del rascón. Suspiros, gruñidos y un martilleo que se acelera hasta que estalla en un extraño gruñido.
El mugido del avetoro, audible a más de un kilómetro de distancia, llega desde lo más profundo del carrizal. Un bufido que recuerda más al soplo contra la boca de un cántaro que a la voz de un ave.
Una malvasía despliega su cortejo de celo completo. El macho chapotea en al agua y acaba silbando por el pico. Los chasquidos nasales de una gallineta en primer término, y el ladrido seco y espaciado cada dos segundos del avetorillo, enmarcan la penetrante llamada nasal de la polluela bastarda, una de las auténticas rarezas de este humedal.