Existen varias maneras de definir el término “metal pesado”, una de ellas es referida al peso atómico y definiría un metal pesado como un elemento químico comprendido entre 63.55 (Cu) y 200.59 (Hg); otra manera se refiere a los metales de densidad entre 4 g/cm³ hasta 7 g/cm³ y también hay otra clasificación referida al número atómico.
No todos los metales de densidad alta son especialmente tóxicos en concentraciones normales (algunos de ellos son necesarios para el ser humano). No obstante hay una serie de metales pesados más conocidos por su tendencia a representar serios problemas medioambientales el mercurio (Hg), el plomo (Pb), el cadmio (Cd) y el talio (Tl), así como el cobre (Cu), zinc (Zn) y cromo (Cr). En ocasiones se incluye al hablar de contaminación por metales pesados a otros elementos tóxicos ligeros como el berilio (Be) o el aluminio (Al), o algún semimetal como el arsénico (As).
La peligrosidad de los metales pesados reside en que no pueden ser degradados (ni química, ni biológicamente) y, además, tienden a bioacumularse y a biomagnificarse (que significa que se acumulan en los organismos vivos alcanzando concentraciones mayores que la que alcanzan en los alimentos o medioambiente, y que estas concentraciones aumentan a medida que ascendemos en la cadena trófica), provocando efectos tóxicos de muy diverso carácter. En el ser humano se han detectado infinidad de efectos físicos (dolores crónicos, problemas sanguíneos, etc) y efectos psíquicos (ansiedad, pasividad, etc).
En cuanto a normativa cabe destacar el Protocolo de Aarhus (Dinamarca) sobre contaminación atmosférica transfronteriza a gran distancia en materia de metales pesados, que deriva del Convenio de Ginebra sobre contaminación transfronteriza a larga distancia de la Comisión Económica de las Naciones Unidas para Europa (UNECE).