España tiene una larga tradición de planificación en materia de aguas. Los primeros intentos sistemáticos de formulación y anticipación de un problema hídrico, de análisis de alternativas, y de propuestas de actuación, se remiten en nuestro país a la segunda mitad del siglo XIX, con Planes como los de defensas del Júcar (1866) o de defensas del Segura (1886), y otros trabajos pioneros en sistematización de datos de las cuencas y en cartografía fluvial, como los primeros Reconocimientos hidrológicos, a cargo de las divisiones hidrológicas del Ministerio de Fomento.
A comienzos del siglo XX se formulan los primeros Planes de Obras, comenzando por el Plan General de Canales de Riego y Pantanos, o Plan Gasset de 1902, un Plan de actuaciones que incluía un catálogo de obras hidráulicas para regar 1,5 millones de hectáreas a escala nacional que tuvo varias actualizaciones (1909, 1916, 1919), aunque en general adolecía de un concepto integrador de planificación hidrológica que relacionara entre sí las diferentes necesidades existentes y las actuaciones necesarias para satisfacerlas.
A través del Real Decreto de 5 de marzo de 1926 se constituye la Confederación Sindical Hidrográfica del Ebro, pionera de las que serían posteriormente las Confederaciones Hidrográficas. Se implanta así el concepto de cuenca vertiente como unidad fundamental para desarrollar la gestión del recurso hídrico, lo que supone un intento de aproximación integral al planteamiento de los problemas. La regulación cada vez mayor de los ríos, especialmente a través de actuaciones promovidas por el Estado, aconseja buscar fórmulas de conciliación entre los intereses estatales y particulares, de las que un ejemplo es la organización inicial de las Confederaciones Hidrográficas, compuestas por una Asamblea (con representantes del Estado, de los aprovechamientos, y de algunos organismos como Cámaras, Bancos, etc.), una Junta de Gobierno nombrada por la Asamblea, y dos comités ejecutivos.
El Plan Nacional de Obras Hidráulicas de 1933, elaborado por Lorenzo Pardo, supone otro significativo avance en la tendencia hacia el aprovechamiento integral del agua. Se dispone ya entonces de muchos más datos y estudios hidrológicos, geológicos, geográficos, climáticos y económicos que a principios del siglo. Este plan ponía en duda la conveniencia de algunas de las infraestructuras de los planes precedentes, al considerarlas inconexas y en algunos casos inviables, lo que explicaba que únicamente se hubieran ejecutado el 10% de las actuaciones previstas en el plan de 1902. El plan de 1933 se basaba en el desequilibrio hidrológico entre los volúmenes de agua disponibles en las zonas atlántica y mediterránea, y en el hecho de que la zona mediterránea es la que ofrece mejores posibilidades para el regadío, principal objetivo económico que subyacía en sus consideraciones. Así, el uso de las aguas superficiales para riego –mediante obras planificadas y ejecutadas por el Estado como máximo representante del interés general– seguía teniendo carácter prioritario como forma de estímulo al aumento de la producción, aunque los aprovechamientos para producción eléctrica adquirían ya un segundo y muy importante papel. El Plan de 1933 no fue finalmente llevado a cabo como tal, aunque sus propuestas fueron, en general, incorporándose y ejecutándose en Planes posteriores.
Después de la Guerra Civil se aprobó el Plan General de Obras Públicas (1940), de Peña Boeuf. En él se cita explícitamente, en lo que a obras hidráulicas se refiere, lo previsto y estudiado en el Plan de Lorenzo Pardo. Pero la situación económica y social de la España de 1940 volvió a recomendar acciones de carácter social con prioridad sobre lo económico. Es decir, el Estado invierte en obras hidráulicas aun a sabiendas de las dificultades que los futuros usuarios del agua regulada van a tener para colaborar no ya en su financiación, sino ni siquiera en cubrir los gastos de operación y mantenimiento. Los incrementos de producción agrícola estaban justificados de antemano y eran absorbidos por el consumo interior de la nación.
En las décadas de los años cincuenta y sesenta, con los Planes de Desarrollo económico y social, se produce un fuerte desarrollo en la construcción de obras hidráulicas, especialmente embalses, como consecuencia, por una parte, de la atención preferente del Estado a las obras de regulación para regadíos, y por otra, al fuerte incremento experimentado por los aprovechamientos hidroeléctricos bajo la iniciativa privada. La política hidráulica sigue siendo básicamente un instrumento de política agraria. Primero con el objeto de aumentar la productividad y conseguir el abastecimiento nacional, y a partir de 1960 para diversificar la producción agraria y equilibrar la balanza comercial.